domingo, 15 de noviembre de 2020

"¡TOMA DEL FRASCO, CARRASCO!" Rossini, una noche de primavera de 1.860 en París, mientras le enseñaba a su invitado, Barbieri, su fantástica colección de violines... de Trevélez.

 Gioachino Rossini, el gran compositor italiano del Barbero de Sevilla, tenía 31 años cuando nació uno de sus más fieles seguidores, Francisco Asenjo Barbieri, madrileño, también compositor. Barbieri desde joven comenzó su fijación por la obra de su maestro lejano, Rossini.

El Rossini compositor dejó su extraordinaria actividad como compositor relativamente pronto, a pesar de su enorme éxito. Quizás le pudo más su afición a la comida como exquisito gourmet. Ese abandono de la mesa de las partituras por la mesa de los cubiertos, fue lo que quiso hacer cuando terminó su última opera, Guillermo Tell, en 1.829, con apenas 37 años.

Pero es que es conocido que Rossini sólo trabajaba por placer, antes y después de su etapa de compositor... como tiene que ser en esta vida y sólo lo consiguen los iluminados y... los masoquistas, y a partir de esa fecha, su fuente de placer e inspiración fue cambiando hacia los manjares pues los sensores gustativos y olfativos le proporcionaban más placer que la música (podría haber dicho que los sensores auditivos pero Beethoven demostró ampliamente que el sentido del oído no es esencial para la creación musical).



Pienso que hay un sexto sentido que desconocemos y que bien podría ser el de la imaginación (aquello que no existe pero que nos podemos inventar) y que todos tenemos aunque no lo utilicemos habitualmente.

En cualquier caso, y para esta etapa de su vida, Rossini supo alimentarse, tanto gastronómicamente (comida) como espiritualmente (bebidas espirituosas) mediante buenos contactos en el mundo que le permitían abastecerse de las mejores trufas, quesos, foie, carnes, embutidos, etc... y sabía saborearlas en todas sus formas. Eran famosas sus fiestas y banquetes. Una de las frases que se le asignan fue, entre otras: 

“comer, amar, cantar y digerir; estos son los cuatro actos que dirigen esta ópera bufa que es la vida”.


Al parecer Rossini sólo lloró dos veces en su vida: cuando murió su padre, la primera vez, y la segunda cuando se le cayó un pavo trufado al Lago di Como.

Muchos platos antiguos llevan el adjetivo de “Rossini”: el “tournedó Rossini”, el “paté de faisán trufado Rossini” o el “aliño Rossini” entre otros.

Volviendo a Barbieri, éste fue a París, en la primavera de 1.860, a visitar a Rossini en uno de sus viajes. En esa época, Rossini ya ni componía ni nada desde hacía mucho tiempo. Sólo se dedicaba a los placeres terrenales (el placer espiritual de la creación musical lo había apartado hacía tiempo).

Rossini invitó a comer a Barbieri y tras la cena Rossini se sentó al piano y se puso a tocar una de sus obras. 

Barbieri, cuya pasión era toda la obra de Rossini, le indicó:

- Maestro, esa obra no es así...

Rossini, sorprendido enormemente, le dejó libre el asiento y Barbieri tocó de forma exacta la obra que antes estaba intentando interpretar él.

Rossini le preguntó:

- ¿Cómo se conoce usted mi obra de forma tan precisa y sin partitura?

- Maestro, porque soy su admirador desde que tengo uso de razón.

Como premio a este comentario, Rossini le dijo a Barbieri:

- Amigo, se merece que yo tenga con usted un detalle. Venga conmigo, que le voy a enseñar mi colección de violines.

- ¿Violines, maestro? ¿Es usted coleccionista de violines?

- Cierto. Y además son violines españoles, de su país.

- ¿Españoles?

- Efectivamente, amigo. Españoles y de Trevélez para más señas.

Barbieri quedó estupefacto pues no conocía lugar alguno en España donde se fabricasen violines que fuesen considerados famosos en el ámbito musical. Rossini invitó a Barbieri a seguirlo a una habitación donde le enseñó a su colega español un armario lleno de jamones... de Trevélez, dejando a Barbieri totalmente aturdido.

Rossini pensó, en ese momento y viendo la cara de sorpresa de Barbieri... “¡Toma del frasco, Carrasco!” mientras éste, escapándosele la babilla por la comisura de los labios, miraba y olía la colección de violines que le había mostrado su maestro, embobado.

- Maestro, con esta inspiración, cómo es que ha dejado usted de componer.

- Amigo, estos violines me inspiran el alma del cuerpo, pero no el espíritu de la imaginación.

Aprovechando la circunstancia del armario abierto, Rossini, antes de cerrarlo, cogió uno de los “violines” que tenía comenzado y le dio a Barbieri un auténtico concierto de “violín”, que junto con una botella de Jerez de su bodega como acompañamiento, acabaron siendo uno de los mayores conciertos de sabor, olor y sensaciones espirituales que Barbieri nunca podría haber imaginado. “¡Toma del frasco, Carrasco!”, volvió a pensar Rossini.

Por cierto, que su principal suministrador de “violines” de Trevélez era su “caro amico” Giorgio Ronconi, famoso baritono italiano, que residía en el Carmen de Buenavista (y tanto) junto al Hotel Palace en Granada, en sus periodos de descanso.

Podría haber sucedido, como recuerdo de esta visita, que Barbieri se sintiese inspirado para componer su obra el Barberillo de Lavapies, allá por 1.874, en recuerdo del Barbero de Sevilla, de su maestro Rossini, en pago de la deuda pendiente con éste por el recuerdo imperecedero que le dejó el concierto de “violín” (de Trevélez) y “percusión” (con el palo cortado de Jerez) que le dio en exclusiva a él.




Mientras preparaba este post, escuchaba a Fanfare Ciocarlia ft. Puerto Candelaria & Maite Hontelé - Fiesta de Negritos de Lucho Bermúdez:



No hay comentarios:

Publicar un comentario